El día en el que triunfó el ciclista olvidado

En 1928 los mejores días del gobierno de Primo de Rivera habían pasado y España demandaba un cambio político. La crisis del 29 agudizó el problema y en 1930 se pasó de la Dictadura de Primo a la Dictablanda de Dámaso Berenguer. Quedaba poco para la II República, la Guerra Civil y la posguerra. El país caía en picado, de Guatemala a Guatepeor. Eran tiempos de pobreza extrema, hambre, cartas de racionamiento y estraperlo. Unas circunstancias que forjaron el carácter de una nueva raza de ciclistas españoles, los escaladores. Una raza surgida del hambre y la penuria, hija de la necesidad, que hizo de la angustia y el sufrimiento su seña de identidad, marcando el camino que tantos otros seguirían después. Sus principales adalides: Bahamontes y Loroño.

Precisamente no pertenecer a esa nueva estirpe fue uno de los factores que impidieron a Miguel Poblet convertirse en ídolo de una afición a la que no le sobraban. Hijo de una familia burguesa –su padre era dueño de una tienda de bicicletas-, no haber pasado las penurias de sus compañeros de profesión le granjeó la antipatía del pelotón. Esto, unido a la predilección de los españoles por las grandes vueltas, hizo que Poblet siempre fuera un incomprendido, un adelantado a su tiempo, el Dalí de la carretera. Un velocista en la cuna de los escaladores que recordaba al inglés en Nueva York de la canción de Sting. Un marciano que montado sobre su bici intentaba convencer a los infieles –aficionados y periodistas- como ya hiciera Santiago sobre su caballo blanco, pero cambiando la espada por victorias.

Pese a ser un gran esprínter, Poblet era un ciclista bastante completo en comparación con los especialistas de ahora. Era bajito y no muy pesado, pero tenía los muslos anormalmente anchos, dotados de unos cuádriceps casi hipertrofiados que le daban la potencia necesaria para imponerse a unos rivales que casi siempre le sacaban una cabeza y varios kilos. Aunque su principal cualidad siempre fue su privilegiada inteligencia en carrera, saber estar en el momento justo y el lugar apropiados para dar el zarpazo final. Controlaba en todo momento sus fuerzas para no desgastar ni un ápice, lo que le hacía parecer un corredor algo rácano. Pero esa picardía le permitía luego unos esfuerzos que no estaban al alcance del resto.

Poblet era un estratega en un deporte mucho más individualista que ahora, donde la mayoría de velocistas tienen a todo un equipo detrás que prácticamente les llevan en volandas hasta los últimos metros. Entonces los sponsors pagaban uno a uno a sus ciclistas y cada uno iba por libre, carreras a cara de perro, maricón el último. En sus primeros años como profesional ganó tres veces el Campeonato de España de montaña y en 1952 se llevó la Volta a Cataluña, lo que da una idea de ciclista completo, una especie de antecesor de Laurent Jalabert –el francés igual ganaba al esprint que en montaña o contra el reloj-.

Sin embargo a partir de 1955 se empezó a ver al verdadero Poblet, el esprínter, el único corredor español que podía codearse con los más grandes especialistas en las Clásicas de un día, casi todos belgas, Rik Van Steenbergen, Rik Van Looy, Fred De Bruyne, Leon Van Daele o Germain Derycke. Ese año, en su primera participación en el Tour de Francia, Poblet ganó la etapa inicial, convirtiéndose en el primer español en vestirse de amarillo –otro motivo más de animadversión para Bahamontes-. Al día siguiente perdió el maillot de líder, pero eso era lo de menos. Poblet siguió peleando y se llevó la última etapa, la prestigiosa llegada a París, al Parque de los Príncipes, con ¡14! segundos de ventaja.

Estas dos victorias le aseguraron una plaza en el Giro y el Tour de la siguiente temporada, que sería aún más fructífera. En 1956, Miguel Poblet se convirtió en el primer ciclista de la historia que ganaba etapas en las tres grandes vueltas en una misma temporada. Una victoria en el Tour, cuatro en el Giro y tres en la Vuelta a España. Un hito que sólo han igualado otros dos ciclistas hasta ahora, Pierino Baffi en 1958 y Petacchi en 2003.

Aunque su gran momento llegó el 20 de marzo de 1957 en la Milán-San Remo, ‘La Classicissima’, ‘La Primavera’, uno de los ‘cinco monumentos al ciclismo’ junto al Tour de Flandes –con sus muros de adoquines-, la París-Roubaix –o ‘el infierno del norte’-, la Lieja-Bastoña-Lieja –la decana de las clásicas- y el Giro de Lombardía –’la clásica de las hojas muertas’- . Esa temporada la había empezado corriendo para el equipo Faema, un conjunto italiano que tenía una delegación en España –donde corría Poblet- y además un equipo internacional, lleno de belgas, cuyo jefe era Van Looy.

Cuando le llamaron para participar en la Milan-San Remo, el líder belga se negó. Él quería un equipo de diez gregarios, no a un español que a saber por dónde le salía. De modo que Poblet se inscribió en la carrera como ‘isolato’. La suerte quiso que el Ignis, un equipo que se había quedado sin contrato, se reformara en torno al velocista español. Cuando se proclamó campeón, el director de Faema aún creía que lo había hecho para su equipo, pobre infeliz, y pagó gustoso. Fue el primer español en ganar en la Milán-San Remo y el único hasta la victoria del gran Óscar Freire en 2004.

‘La Classicissima’ empezó con la notable baja de ‘Il Campionissimo’ Fausto Coppi, que se había caído un par de semanas antes en una carrera en Cerdeña. Casi desde el pistoletazo de salida se formó un grupo de 15 corredores que se escaparon del pelotón en busca de una gloria demasiado lejana. Entre ellos estaban Barone, Hassenforder, Uliana, Strehler, Ciolli, Couvreur o Chausabel. Agazapados en el pelotón, los principales favoritos les dejaban hacer. Rápidamente consiguieron una ventaja de unos siete minutos. Cuando coronaron el Passo del Turchino, la única subida reseñable de la prueba, la diferencia con el pelotón rondaba los nueve minutos.

Aquí el grupo principal reaccionó, temiendo lo peor, y en 50 kilómetros redujeron la distancia en más de tres minutos. Volvían a estar ahí. Por delante Barone atacó a sus compañeros de fuga y se escapó. En el kilómetro 235 le sacaba más de un minuto a los otros 14 escapados, pero únicamente 2:35 al pelotón, diferencia que se antojaba insuficiente. Subió solo Capo Mele y Capo Cervo y también el último repecho, Capo Berta, donde los demás escapados fueron neutralizados por un grupo de cinco ciclistas: Poblet, Julien Schepens, Joseph Plankaert, Brian Robinson y el campeón del año anterior, De Bruyne. Se habían quedado por el camino el campeón del mundo Van Steenbergen y el belga que no quiso a Poblet en su equipo, Van Looy.

El español tiró del grupito en busca del francés Barone, que en Imperia, a pocos kilómetros de la meta decidió esperarlos, consciente de que su batalla estaba perdida. La victoria se decidiría entre los seis, aunque el agotado Barone tenía pocas opciones. También Poblet se había esforzado algo más que el resto. En el esprint final se destacó el belga De Bruyne, al que siguió como pudo el español. Poblet no se rindió y cuando la victoria ya parecía inalcanzable, en el último metro, con el último golpe de riñón y el último aliento, casi más con el alma que con las piernas, adelantó a de Bruyne.

Su carrera continuó por la senda del triunfo. Esa misma temporada acabó sexto el Giro de Italia, dejando claro que era un corredor bastante completo. Al año siguiente fue segundo en la Milán-San Remo, la París-Roubaix y el Giro de Lombardía. Derrotas amargas, a veces por escasos centímetros, que también le curtieron, el ciclismo nunca será un camino de rosas. En 1959 repetiría victoria en San Remo, esta vez por delante de Van Steenbergen. El gran campeón belga dijo una vez de él: “Cuando sabes dónde está es fácil ganarle, el problema es saber cómo encontrarle”. Sí, Poblet era un grandísimo estratega, siempre aparecía por sorpresa donde nadie le esperaba. Un maestro en un arte desconocido en España antes de él y prácticamente ignorado hasta la aparición de Freire. El gran olvidado del ciclismo nacional.

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